Doris May Tayler (de soltera) y Jane Somers (pseudónimo) son los otros nombres de Doris Lessing, escritora británica, ganadora del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2001 y del Premio Nobel de Literatura en 2007, que falleció el 17 de noviembre, a los 92 años de edad.
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Éste es el discurso de Doris Lessing al recibir el Premio Principe de Asturias, en defensa de la Cultura y la Educación:
Érase una vez un tiempo -y parece muy lejano ya- en el que existía
una figura respetada, la persona culta. Él -solía ser él, pero con el
tiempo pasó a ser cada vez más ella- recibía una educación que difería
poco de un país a otro -me refiero por supuesto a Europa- pero que era
muy distinta a lo que conocemos hoy. William Hazlitt, nuestro gran
ensayista, fue a una escuela a finales del siglo XVIII cuyo plan de
estudios era cuatro veces más completo que el de una escuela equiparable
de ahora: una amalgama de los principios básicos de la lengua, el
derecho, el arte, la religión y las matemáticas. Se daba por sentado que
esta educación, ya de por sí densa y profunda, sólo era una faceta del
desarrollo personal, ya que los alumnos tenían la obligación de leer, y
así lo hacían.
Este tipo de educación, la educación humanista,
está desapareciendo. Cada vez más los gobiernos -entre ellos el
británico- animan a los ciudadanos a adquirir conocimientos
profesionales, mientras no se considera útil para la sociedad moderna la
educación entendida como el desarrollo integral de la persona.
La
educación de antaño habría contemplado la literatura e historia griegas
y latinas, y la Biblia, como la base para todo lo demás. Él -o ella-
leía a los clásicos de su propio país, tal vez a uno o dos de Asia, y a
los más conocidos escritores de otros países europeos, a Goethe, a
Shakespeare, a Cervantes, a los grandes rusos, a Rousseau. Una persona
culta de Argentina se reunía con alguien similar de España, uno de San
Petersburgo se reunía con su homólogo en Noruega, un viajero de Francia
pasaba tiempo con otro de Gran Bretaña y se comprendían, compartían una
cultura, podían referirse a los mismos libros, obras de teatro, poemas,
cuadros, que formaban un entramado de referencias e informaciones que
eran como la historia compartida de lo mejor que la mente humana había
pensado, dicho y escrito.
Esto ya no existe.
El griego y el
latín están desapareciendo. En muchos países la Biblia y la religión ya
no se estudian. A una chica que conozco la llevaron a París para ampliar
sus miras -que falta le hacía- y aunque destacaba en sus estudios,
confesó que nunca había oído hablar de católicos y protestantes, que no
sabía nada de la historia del Cristianismo ni de cualquier otra
religión. La llevaron a oír misa a Nôtre Dame, le dijeron que esta
ceremonia era desde hacía siglos base de la cultura europea, y que
debería por lo menos saber algo de ello, y ella lo presenció todo
obedientemente, tal y como presenciaría una ceremonia de té japonesa, y
luego preguntó: "¿Entonces, estas personas son una especie de
caníbales?". En esto ha quedado lo que parece perdurable.
Hay un
nuevo tipo de persona culta, que pasa por el colegio y la universidad
durante veinte, veinticinco años, que sabe todo sobre una materia -la
informática, el derecho, la economía, la política- pero que no sabe nada
de otras cosas, nada de literatura, arte, historia, y quizá se le oiga
preguntar: "Pero, entonces, ¿qué fue el Renacimiento?" o "¿Qué fue la
Revolución Francesa?"
Hasta hace cincuenta años a alguien así se
le habría considerado un bárbaro. Haber recibido una educación sin nada
de la antigua base humanista: imposible. Llamarse culto sin un fondo de
lectura: imposible.
Durante siglos se respetaron y se apreciaron
la lectura, los libros, la cultura literaria. La lectura era -y sigue
siendo en lo que llamamos el Tercer Mundo-, una especie de educación
paralela, que todo el mundo poseía o aspiraba a poseer. Les leían a las
monjas y monjes en sus conventos y monasterios, a los aristócratas
durante la comida, a las mujeres en los telares o mientras hacían
costura, y la gente humilde, aunque sólo dispusiera de una Biblia,
respetaba a los que leían. En Gran Bretaña, hasta hace poco, los
sindicatos y movimientos obreros luchaban por tener bibliotecas, y
quizás el mejor ejemplo del omnipresente amor a la lectura es el de los
trabajadores de las fábricas de tabaco y cigarros de Cuba, cuyos
sindicatos exigían que se leyera a los trabajadores mientras realizaban
su labor. Los mismos trabajadores escogían los textos, e incluían la
política y la historia, las novelas y la poesía. Uno de sus libros
favoritos era El Conde de Montecristo. Un grupo de trabajadores escribió
a Dumas pidiendo permiso para emplear el nombre de su héroe en uno de
los cigarros.
Tal vez no haga falta insistir en esta idea a
ninguno de los aquí presentes, pero sí creo que no hemos comprendido
todavía que vivimos en una cultura que rápidamente se está fragmentando.
Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad,
alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los
libros, quizás en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la
cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de Ultramar.
Podemos
hacernos una idea de la rapidez con la cual las culturas son capaces de
cambiar observando cómo cambian los idiomas. El inglés que se habla en
los Estados Unidos o en las Antillas no es el inglés de Inglaterra. El
español no es el mismo en Argentina o en España. El portugués de Brasil
no es el portugués de Portugal. El italiano, el español, el francés
surgieron del latín, pero no en miles sino en cientos de años. Hace muy
poco tiempo que desapareció el mundo romano, dejando tras de sí el
legado de nuestras lenguas.
Representa una pequeña ironía de la
situación actual que gran parte de la crítica a la cultura antigua se
hiciera en nombre del elitismo; sin embargo, lo que ocurre es que en
todas partes existen cotos, pequeños grupos de lectores de antaño, y
resulta fácil imaginar a uno de los nuevos bárbaros entrando por
casualidad en una biblioteca de las de antes, con toda su riqueza y
variedad, y dándose cuenta de pronto de todo lo que se ha perdido, de
todo de lo que -él o ella- ha sido privado.
Así pues, ¿qué va a
pasar ahora en este mundo de cambios tumultuosos? Creo que todos nos
estamos abrochando los cinturones y preparándonos.
Escribí lo que
acabo de leer antes de los acontecimientos del 11 de septiembre. Nos
espera una guerra, parece ser que una guerra larga, que por su misma
naturaleza no puede tener un final fácil. Sin embargo, todos sabemos que
los enemigos intercambian algo más que balas e insultos. En España
quizás sepan esto mejor que nadie. Cuando me siento pesimista por la
situación del mundo, a menudo pienso en aquella época, aquí en España, a
principios de la Edad Media, en Córdoba, en Granada, en Toledo, en
otras ciudades del sur, donde cristianos, musulmanes y judíos convivían
en armonía; poetas, músicos, escritores, sabios, todos juntos,
admirándose los unos a los otros, ayudándose mutuamente. Duró tres
siglos. Esta maravillosa cultura duró tres siglos. ¿Se ha visto algo
parecido en el mundo? Lo que ha sido puede volver a ser.
Creo que la persona culta del futuro tendrá una base mucho más amplia de lo que podemos imaginar ahora.
1 comentário:
Moitas grazas, Rosa.
Para quen non souber, na biblioteca do instituto, temos varios exemplares de "The Grass is Singing" en inglés e castellano porque foi lida no noso clube de leitura.
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